La Constitución: un pacto para la libertad y el progreso.

La Constitución: un pacto para la libertad y el progreso.

06/12/2010

España  ha sido un país prolijo en la gestación de constituciones. En los dos últimos siglos, un total de nueve textos constitucionales han conocido la luz, a partir del conocido como la Constitución de Bayona de 1808. Se trataba más bien de lo que se ha dado en llamar una “Carta Otorgada”, documento creado y dado a los súbditos, como una cesión graciable, por parte del Rey, en este caso,  José I Bonaparte. Su vigencia fue breve, al igual que la mayoría de las otras ocho restantes. Como la de Cádiz de 1812, a la que los españoles dieron en llamar “La Pepa”. O la de la Segunda República de 1931. Ninguna alcanzó una vigencia temporal equiparable a nuestra actual Carta Magna de 1978, con la relativa excepción de la de la Constitución monárquica de 1876. En cualquier caso, ninguna de ellas aportó a los españoles una estabilidad política y social y un catálogo de derechos tan completo y fecundo.

Todo ello, a pesar de las difíciles circunstancias en que esta nuestra vigente Constitución vio la luz. España salía de una larga dictadura, que seguía conservando una importante capacidad de control e influencia en la vida política y social. Frente a ella, las fuerzas democráticas y progresistas no siempre eran capaces de definir un rumbo histórico unificado para nuestro país, perdidas, a veces, en una maraña de utopías y de sentimientos revanchistas. Todo ello, en medio de una crisis, que se llamó “del petróleo”, y  que, como ahora, afectaba  a todo el mundo desarrollado, agravado, en el caso de España, por un atraso social, político, económico y tecnológico, casi endémico y por el propio aislamiento internacional que un régimen fascista había provocado.

Paradójicamente, esas circunstancias desfavorables, que hacían presagiar un futuro incierto para la naciente Constitución, se convirtieron en  el secreto del éxito de la misma. Por primera vez, el conjunto de la ciudadanía y las fuerzas políticas entendieron el reto histórico al que se enfrentaban. Comprendieron los errores que habían determinado el fracaso de los anteriores ensayos democráticos, radicados, casi siempre, en la voluntad maximalista del “todo o nada”. Las anteriores Constituciones españolas se habían hecho a la medida del grupo político y social hegemónico, en esos momentos. Siguiendo el vértigo pendular tan propio de los españoles, a una Constitución progresista le seguía indefectiblemente otra conservadora, en una rueda infernal que contribuyó a la creación del mito de las dos Españas, de que, con tanto conocimiento personal, nos habla Antonio Machado.

Los ingredientes que habían faltado anteriormente, y que sí estuvieron presentes en 1978, fueron el sentido común, la generosidad y el pragmatismo. Por una vez, los españoles fueron capaces de entender que no era posible hacer una Constitución duradera y justa si cada cual no era capaz de renunciar a una parte de sus anhelos y reivindicaciones, para construir un gran acuerdo integrador; un pacto que sin satisfacer plenamente a nadie, satisficiera básicamente a todos.
El impulso de aquel pacto constitucional de 1978 ha dado lugar a la etapa más larga y fructífera de  libertades y de desarrollo económico y social que ha disfrutado nuestro país. Ese acuerdo fundamental continúa desplegando su fuerza ahora en un nuevo contexto, y tiene, sin duda, un largo  futuro.
Porque una constitución es muchas cosas, pero es, sobre todo, un gran pacto que el Estado y los ciudadanos hacen, para establecer y garantizar los derechos y libertades. Su estructura jurídica es la de una gran Ley, que, como tal, encauza y determina el alcance y límites de todas las demás normas jurídicas. Hay que recordar aquí las palabras de Jean Jacques Rousseau, al decir que “Las leyes son el instrumento de que se valen los débiles para encadenar a los fuertes”.Donde haya una Constitución democrática, existirá un Estado de Derecho, y en ese Imperio de la Ley florecerán las libertades y la igualdad entre los ciudadanos.
En la mayoría de las Constituciones del mundo, y también en las históricas españolas, se hace referencia a los valores que inspiran la convivencia entre los ciudadanos y entre estos y el Estado. En muy pocas, sin embargo, se propugnan con tanta claridad y tanta fuerza los valores superiores de nuestra democracia como en el art. 1.1 de nuestra Carta Magna,  que se refiere a la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Novedoso es, sobre todo, el Estado de las Autonomías, diseñado en el Título VIII, que es, sin duda, la más profunda modificación de la estructura del Estado en España en los últimos siglos. El reconocimiento de la pluralidad de España y la fórmula hallada por nuestros constituyentes para vertebrar el país ha contribuido a  la reparación de un problema histórico, cual es la  brecha social y territorial entre sus distintos territorios, de la cual nos hablaba Ortega y Gasset, en su “España invertebrada”. La adaptación a esa realidad plural ha producido resultados positivos, como el fortalecimiento de la autoestima de cada una de las comunidades y la creación de una ola de desarrollo y prosperidad sin parangón en la historia. La apreciación de los españoles se plasma en los datos arrojados por el último barómetro del CIS, que reflejan que el número de ciudadanos satisfechos con el Estado de las Autonomías cuadruplica al de quienes desearían una menor autonomía para las nacionalidades y regiones de España. Sin duda que nuestro Estado de las Autonomías no es un modelo perfecto ni acabado, y en su mejora deberemos seguir trabajando, en una vía de cooperación, como el que recientemente hemos visto en el acuerdo del Estado y las comunidades Autónomas, en materia de contención del déficit.
La España de hoy no es la España de 1978. Tampoco La Rioja del Siglo XXI se parece mucho a la de los años oscuros del final de la Dictadura. Con todas las luces y sombras, nuestra realidad es distinta y es, incuestionablemente, mejor. Problemas nuevos, como la regulación financiera, la energía sostenible, la seguridad, el cambio climático o los flujos migratorios, reclaman y requieren nuevas formas de entender el poder, de forma amplia e interrelacionada, a la que los responsables del ejercicio de la política deberemos ser capaces de responder. En un momento en que decrece la confianza de la ciudadanía europea y española en la política y en las instituciones. Habrá que analizar cuidadosamente las causas de este desprestigio,  a la que contribuye, sin duda, la crisis económica y financiera que estamos viviendo, pero también los errores cometidos por los gestores de la cosa pública.
Por último, como hacemos cada mes de diciembre, desde esta Delegación del Gobierno en La Rioja, queremos rendir tributo a los españoles que hicieron posible esta Constitución que ahora disfrutamos. No solo a los que llamamos “Padres de la Constitución” o a los diputados y senadores constituyentes. Especialmente, a la España  y a la gente más sencilla; la más anónima y humilde. Aquella que supo dejar atrás el enfrentamiento e hizo posible el alumbramiento de nuestra Constitución, abriendo un período de concordia, progreso y convivencia que ha llegado hasta nuestros días.  José Antonio Ulecia. Delegado del gobierno en La Rioja.