Discurso del Delegado del Gobierno en Aragón con motivo de la celebración del 34º aniversario de la Constitución
06/12/2012
Hoy celebramos el 34 aniversario de la Constitución. Para mí, es un día de reflexión. No quiero que este discurso lo interprete nadie ni como un momento de confrontación, ni mucho menos como una excusa para la provocación. Es, créanme, un jornada en la que quiero hacer una serie de reflexiones en voz alta, sin ningún afán de generar polémica.
¿Qué ha supuesto para todos nosotros la Constitución de 1978? Tras más de siglo y medio de convulsiones, de guerras civiles, de constituciones empleadas como arma arrojadiza de una mitad de españoles contra la otra mitad, la Carta Magna aprobada en 1978 ha permitido a España vivir el periodo más largo y fructífero de estabilidad en la historia moderna de la nación. Nació del consenso, del apoyo de todas las fuerzas políticas y sociales del país, propiciando un desarrollo económico como nunca se había visto en España.
Este texto, hunde sus raíces en la Constitución aprobada por las Cortes de Cádiz en 1812, de la que este año celebramos su 200 aniversario. Aquella fue la primera huella en el camino del constitucionalismo en España, sentando las bases para el desarrollo de todas las constituciones posteriores y sembrando semillas tan transcendentes como la división de poderes, la soberanía nacional o los inicios del derecho al voto que se plasmaron por vez primera en dicha norma.
Ya durante la Transición, las distintas realidades geográficas, históricas, culturales, sociales, que conformaban nuestro viejo país, uno de los más ricos, en cuanto a su diversidad se refiere, hacían necesaria una ley que sirviera de crisol moderno a esa aleación con 500 años de historia llamada España. Esta Constitución ofreció una respuesta a cada cuestión planteada desde las comunidades que componen la Nación española, y esa respuesta fue y sigue siendo el Estado de las Autonomías.
La Constitución que hoy conmemoramos es un magnífico ejemplo que podemos ofrecer a las generaciones que están por venir, a aquellos que todavía van a Educación Primaria, o a los que, votando ya, no vivieron la apasionante etapa de la Transición.
La Concordia, el Compromiso, —y uso estos términos en el convencimiento que hoy tienen tanto valor y sentido político como hace 600 años— fueron los ejes motrices del consenso constitucional de 1978. Nacieron a la sombra de décadas de falta de libertades, de enfrentamiento entre españoles, de totalitarismos de uno y otro signo. Años y años de errores, de incomprensiones, de resentimientos, e incluso de odios, no pueden caer en saco roto, no pueden yacer en un rincón de las aulas de Historia Contemporánea, han de ser un testimonio vivo de aquello que no podemos, que no queremos, que no estamos dispuesto a revivir o a que revivan nuestros hijos.
Porque, además, merced a esta Constitución, hemos sentado las bases para hacer realidad el viejo anhelo del pueblo español de participar plenamente, por fin, y por derecho propio, de la realidad no sólo geográfica, sino también económica, cultural y social que representa el continente europeo, ese anciano club llamado Europa, que sistemática y secularmente se nos resistía en afectos.
Hoy pues, es motivo de jubileo, de celebración. De este Texto emanan valores imprescindibles para nuestra convivencia presente y futura. Éste no es un documento cualquiera, simboliza valores y principios; recoge derechos, deberes. Es una norma de convivencia. Nuestra norma de convivencia. Por ella han dado su vida casi un millar de buenos españoles asesinados a manos de terroristas, como dieron su vida también hace dos siglos los héroes y heroínas zaragozanos, o los de Gerona, defendiendo la misma bandera, la misma Patria.
Porque esos son nuestros referentes, nuestros símbolos, lo que tenemos en común, que es mucho más que lo que nos separa. Y además tenemos algo que no es baladí. Algo que no pasaba ni por la imaginación de aquellos próceres de hace 200 años, de Palafox, de Pedro Mª Ric, o de hombre y mujeres sencillos como el Tío Jorge, Manuela Sancho o la inmortal Agustina, tan catalana, tan aragonesa…, tan española; y es la palabra democracia, en mayúsculas. O lo que es lo mismo, el valor del término, su sentido, su significado y transcendencia real, que por si mismo superan con creces otras consideraciones.
Una obra común, de todos, como es nuestra Constitución, requiere para su modificación, si hubiere lugar, de esfuerzos también comunes. No basta que un grupo social, o los dirigentes de un territorio, muestren su disconformidad con nuestra hoja de ruta. No, no es suficiente. Lo que unió el conjunto no lo puede fragmentar una parte. La suma de la Nación española es la garante de pervivencia, de su continua búsqueda de valores esenciales, de su sentido como referencia de convivencia.
La unidad de España es la piedra angular del modelo que la Constitución de 1978 diseña como marco de relación de todos los españoles y que hoy cobra un especial sentido. Es su artículo 2º, —que no me cansaré de citar—: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.
Señoras y señores, es imposible sintetizar más y mejor la esencia de la voluntad de los españoles, perfectamente reflejada por la pluma de los constituyentes. No caben interpretaciones de parte, no caben lecturas interesadas, ni cansancios. Si el modelo se agota, lo debemos decir el conjunto de los ciudadanos, no los territorios.
Porque los territorios no votan, los territorios no pagan impuestos, los territorios no ejercen la soberanía popular. Todas estas cuestiones y muchas más radican en los ciudadanos, verdadera razón de ser de nuestra Constitución y sujeto fundamental de la misma.
Si el artículo 2º refleja el escenario; el eje de la acción, el sujeto de la oración, su protagonista, es el ciudadano, el español. El mecanismo de proyección de este español en el territorio, en el ejercicio de sus libertades, de sus derechos y de sus obligaciones, no es otro que la Ley, tercer basamento de nuestro máximo texto legal, y que sucintamente lo define el punto 1º del artículo 9º, cuando dice: “Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.
Tan sencillo y a la vez tan rico, tan excelso como eso, la Ley, su cumplimiento como norma esencial de conducta en un Estado de Derecho.
Un camino tan simple y a la vez tan complejo como el que recorrimos para hacer la transición democrática: Desde la ley, a través de la ley, y para llegar a la Ley, todo lo demás es la selva, la ausencia de Ley, el caos.
Se dice que en Democracia vale todo. En efecto, siempre y cuando esté dentro de la ley. Para un demócrata el norte de su brújula ha de ser siempre la ley. Por eso son especialmente preocupantes aquellos mensajes equívocos que lanzados desde determinados foros pretenden razonar o justificar el incumplimiento de la ley, pues acaban conduciendo a la desobediencia civil y a la insumisión, auténticas termitas de los pilares en que se sustenta nuestra convivencia.
Las leyes obsoletas, o que se demuestran ineficaces para resolver los problemas de los ciudadanos, no tienen que incumplirse, tienen que cambiarse a través de los procedimientos legales dispuestos al efecto, porque, la garantía que tienen los españoles es saber que las leyes son la mejor forma de expresar sus reivindicaciones.
Señoras y Señores, sería una falta grave por mi parte acabar este discurso sin hacer una referencia a la situación actual de nuestro país, aún a riesgo de alargar indebidamente esta alocución, en la que uno habla y ustedes no pueden, de momento, rebatirme.
Hago referencia a la situación real de la España en que vivimos. España es un gran país. Tenemos una situación geopolítica privilegiada. Somos la cuarta economía de la zona euro y el cuarto país por población de la misma. Tenemos una lengua hablada por 500 millones de hispanohablantes. Somos el primer destino del mundo en turismo vacacional. Estamos entre los diez países con mejor calidad en infraestructuras. Empresas españolas son líderes en ese campo y otros tan distintos como las energías renovables, el turismo, la agroalimentación, la industria textil, la tecnología sanitaria, la aeronáutica. Exportamos cada día más y mejor. Somos una democracia consolidada...
Tenemos pues, importantes fortalezas, pero la principal de todas es la unidad. Un país unido es un país fuerte, o por lo menos está mejor constituido para superar los momentos adversos, igual que una familia, que unida se enfrenta mucho mejor a las dificultades.
La unidad no es sólo importante en lo político, lo es tanto o más, en lo económico. Lo vemos a diario con ejemplos como la excesiva proliferación normativa en las distintas CC.AA. que no ocasiona sino trabas burocráticas y mayores costes a las ya demasiado vapuleadas pequeñas y mediadas empresas, que son las que generan empleo.
Por eso, ese valor intrínseco de la Unidad hemos de trabajarlo día a día, reforzarlo, desde la colaboración y cooperación entre las distintas administraciones, Central, Autonómicas y Locales, racionalizando normativas, evitando duplicidades y con ello ineficiencias, superando barreras administrativas, buscando allanar los caminos, a veces demasiado tortuosos, que han de recorrer los ciudadanos en cualquier género de actividad de su vida diaria.
Si la unidad ha sido importante en momentos boyantes para explotar al máximo nuestras potencialidades, en otros de gran dificultad como los que atravesamos, esa unidad se antoja imprescindible para superar la compleja situación en la que estamos sumidos. O remamos todos juntos en la misma dirección o el torbellino nos engullirá indefectiblemente.
Hablaba hace un momento de fortalezas, entro de lleno ahora en el terreno de nuestras debilidades. En este momento nos agobian especialmente dos. Una coyuntural, la crisis económica brutal en la que estamos sumidos y su consecuencia más dolorosa, nos acercamos a los seis millones de parados. Y otra estructural, con agudizaciones coyunturales, como es la crisis institucional que representan los nacionalismos excluyentes y separatistas.
Esta última debilidad agrava especialmente la primera, dificultando su solución, en cuanto supone minar más si cabe la credibilidad que proyecta nuestro país al exterior, allá donde hemos de encontrar complicidades imprescindibles para salir de la crisis.
A ambas crisis hemos de enfrentarnos con determinación. La institucional, la que aviva el nacionalismo irredento, ha de abordarse desde la sencilla complejidad de las Leyes y más concretamente de la Ley de Leyes, la Constitución.
La crisis coyuntural, o sea, la económica, hemos de atacarla, –lo estamos haciendo ya–, invirtiendo los términos, o sea, desde la compleja sencillez de hacer lo que tenemos que hacer, aunque no nos guste. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, lo expresaba hace unos meses muy gráficamente: “Los españoles no podemos elegir entre quedarnos como estamos o hacer sacrificios. No tenemos esa libertad.”, decía. Efectivamente, no la tenemos.
En menos de un año hemos tenido que adoptar medidas duras, difíciles, en muchos casos impopulares, en casi todos los campos y ámbitos y, desgraciadamente, lo tenemos que seguir haciendo.
Con carácter general, prácticamente todo el mundo entiende que era imprescindible hacer importantes ajustes. El problema, la dificultad, llega cuando ese ajuste me afecta a mí, directamente a mí, en mi entorno profesional, social o familiar y especialmente en mi bolsillo. Entonces, legítimamente, me enojo, alzo la voz, me rebelo, lanzo los dardos de mi indignación hacia quien creo me perjudica.
Y el Gobierno lo entiende. El Gobierno de España, como este Delegado, comprenden que el conjunto de la sociedad lo está pasando mal y que determinados colectivos lo están pasando no ya mal, sino muy mal. Esa consciencia, no hace sino espolear nuestra responsabilidad para que estos sacrificios que se están demandando a los españoles, no caigan en saco roto, que los sacrificios de hoy se transformen en recompensas mañana, que sirvan para sentar unos cimientos sólidos de crecimiento real.
No podemos continuar con un déficit público desbocado que nos ha metido en una espiral diabólica de endeudamiento, con un sobrecoste en nuestra financiación por la famosa y detestada prima de riesgo, y en cascada, a una pérdida de credibilidad ante los mercados internacionales y ante nuestros socios comunitarios.
Como país, hemos estado años gastando muy por encima de nuestros ingresos, y eso, como lo sabe cualquier familia responsable, se acaba pagando. No es cuestión de llorar por la leche derramada, ni de mirar nostálgicos hacia el momento en el que debíamos haber empezado a actuar y no lo hicimos. Ahora es el momento de la acción, de cortar de un tajo ese nudo gordiano tejido entre la menor actividad económica, el paro, la bajada de ingresos, el déficit, y la deuda. Hemos de evitar entrar en un círculo vicioso que se retroalimente y crezca sin control, y para ello la clave empieza por controlar el déficit, no porque nos lo exija la Unión Europea, que también, sino porque lo dicta el sentido común.
La única senda posible es la que comienza con la consolidación fiscal, la de una deuda pública sostenible que nos conduzca a la recuperación de la credibilidad de nuestra economía, que facilite la obtención de crédito, que mejore nuestro saldo exterior y que logre hacer compatible nuestra política fiscal con las exigencias de la Unión Monetaria.
En segundo lugar, ha habido que abordar una reforma del Sistema Financiero, en profundidad, para lograr unas entidades sólidas y solventes que puedan volver a canalizar el ahorro hacia la inversión productiva.
Y en tercer lugar, se han tenido que abordar unas reformas estructurales que aporten flexibilidad y competencia, que ayuden a contener los márgenes y costes empresariales, mejoren la calidad de los factores productivos y faciliten la asignación de recursos hacia los sectores más competitivos.
En definitiva, podrá discutirse si unas medidas eran más necesarias que otras, si la subida del IVA o de unas tasas debía ser menor o mayor, pero lo que es indiscutible es que seguir por el camino del “gratis total” nos lleva más pronto que tarde a la voladura del sistema de bienestar que tanto esfuerzo y tiempo nos ha costado construir.
La senda emprendida no está precisamente enlosada con rosas. Está siendo un camino largo, difícil, lleno de tropiezos y sinsabores, pero es un camino que debemos recorrer. Si lo hacemos todos juntos será mucho más llevadero, pero solos o acompañados, lo vamos a recorrer.
Somos un pueblo maduro que ha demostrado a lo largo de nuestra fecunda historia que somos capaces de levantarnos tras caer de bruces, y hacerlo con energías renovadas. Al final, espero que más pronto que tarde, veremos la salida del túnel. Estaremos ante un nuevo día. Probablemente no será tan luminoso, ni nos rodearán tantos lujos como hace no muchos años, pero será nuestro día, un día nuevo, cargado de proyectos, ilusiones y esperanzas, las de 47 millones de españoles y eso sí merecerá la pena.